Sin argumentos

Roberto Blancarte

Luego de la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal ha habido de todo, o casi de todo, con excepción de argumentos razonables. El mejor ejemplo de esto es la famosa frase del obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda: “Se me hace una estupidez”. Quien luego dijo que así le parecía “porque no es un matrimonio; entonces, si no es un matrimonio, no se puede formar un hogar y uno no puede tener hijos”. Básicamente, éste ha sido el único argumento expuesto por la jerarquía católica. Lo repito porque es lo que se denomina un razonamiento tautológico: algo “es porque es” o “no es porque no es”. Para la jerarquía católica y algunos otros dirigentes religiosos el matrimonio entre personas del mismo sexo no puede ser porque su particular interpretación de su doctrina les dice lo contrario; fuera de su mundo nada ni nadie existe, nada ni nadie tiene derechos. Ignoran la realidad constitucional, la legal, la social y la cultural. Si ellos dicen que eso no es matrimonio, no lo es. Poco importa lo que digan los legisladores, los científicos sociales, los biólogos y otros especialistas. Desde su moral, estos “líderes” religiosos pretenden normar su mundo y también el mundo exterior a su Iglesia. No importan los argumentos.

En realidad, si uno trata de desentrañar el pensamiento religioso, éste es realmente básico: un matrimonio está hecho para procrear, según su lógica y, por lo tanto, si los homosexuales no pueden tener hijos, no deberían tener derecho a contraerlo. El arzobispo de la Ciudad de México lo dijo claramente: los homosexuales no pueden pretender constituir una familia y, por lo tanto, no pueden adoptar. En la lógica del episcopado católico y de algunos liderazgos cristianos conservadores, una pareja que no se reproduce no puede considerarse una familia. Pero en esta argumentación hay una trampa: están excluyendo de su concepción de familia a muchas parejas heterosexuales que no pueden tener de manera “natural” hijos, pero también a muchas personas, incluso religiosas, que no tienen prole naturalmente, pero que se dedican a tener “casas” u “hogares”, para cuidar niños y, por lo menos teórica o espiritualmente, formar una gran familia con ellos. Si uno sigue el argumento de los dirigentes religiosos, entonces ninguna de estas organizaciones debería tener el derecho de cuidar menores de edad. Pero, según esa lógica, tampoco las parejas estériles deberían poder adoptar, puesto que no pueden reproducirse naturalmente. De hecho, si extendemos esta argumentación, uno tendría que agregar en la lista de personas sin derechos a cualquiera que en teoría no puede o no debe reproducirse, y eso incluye a los sacerdotes y religiosas célibes.

¿Quién dice que las parejas homosexuales no pueden formar una familia? ¿Quién puede afirmar que sólo los heterosexuales pueden hacerlo? ¿Quién dice que los menores de edad sólo pueden vivir felices con parejas heterosexuales? ¿Quién puede sostener que una pareja de homosexuales no puede darle más cariño y amor a un niño que viene de un “hogar” heterosexual pero violento?

En el fondo, el temor de algunos es que las parejas homosexuales abusen de sus propios hijos adoptivos. Pero nuevamente, quienes así piensen, están confundiendo homosexualidad con pederastia. A estas personas se les olvida que buena parte de los abusadores de niños son heterosexuales, con familias, cónyuges e hijos. Se les olvida también (y por eso los dirigentes religiosos no han insistido en ello) que muchos sacerdotes son los principales depredadores de menores de edad, niños o niñas. No hay más que repasar algunas noticias recientes para confirmar lo antes dicho: casas-hogar ligadas a iglesias cristianas donde hay niños que han desaparecido, miles de menores de edad abusados sexualmente en seminarios o en casas parroquiales. Lo curioso es que los dirigentes religiosos han distorsionado la realidad con sus argumentos moralistas y se presentan como los grandes protectores de la niñez, cuando en realidad hay mucho más evidencia de abuso sexual a menores por parte de religiosos que de otros grupos.

Pero el arzobispo de México, quien por cierto no se ha distinguido en defender a menores de edad de los depredadores sexuales en su Iglesia, hoy encabeza una cruzada que es más política que moral. Ahora escogió como blanco de sus ataques al gobierno del Distrito Federal y al PRD. Al grado que por primera vez en años comenzó a criticar los aumentos de impuestos en la ciudad y empezó a defender a los pobres; asuntos que antes no le preocupaban ni le parecían importantes. Al punto que sus voceros pueden difundir patrañas y mentiras tan absurdas como que diez mil iglesias evangélicas se han unido al frente católico. No hay en México tantas iglesias evangélicas. En la Secretaría de Gobernación no hay más de cuatro mil registradas y dudo mucho que todas ellas se hayan adherido a esta causa. En todo caso, la ira moralista del arzobispo lo ha puesto en el límite de la ley, si no es que fuera de ella; ésa que él sólo respeta si está de acuerdo a sus principios religiosos. Seguramente lanzará a sus huestes más fanáticas en una cruzada que rayará en la homofobia y la discriminación. Sin mayores argumentos.

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