150 AÑOS DE MATRIMONIO CIVIL

150 AÑOS DE MATRIMONIO CIVIL

VICTOR OROZCO

En este año se cumple siglo y medio de la promulgación de varias de las principales leyes de reforma, llevada a cabo por el gobierno republicano asentado en Veracruz, en plena guerra de los Tres Años, precisamente en el mes de julio de 1859. Se ha dicho ya de diversas maneras que el conjunto de esta legislación, expedida por el poder ejecutivo federal en uso de facultades extraordinarias, constituye uno de los actos fundatorios del estado y de la nación mexicanos, así que vale la pena recordarlo. Entre estas leyes, se encuentran la del registro civil, la de nacionalización de bienes del clero y la del matrimonio civil, de la cual me ocupo en estas notas.

El día 23, Benito Juárez expidió la ley referida en la que por primera vez en México, -y si no me equivoco también en América Latina- se estatuía al matrimonio como un contrato o acuerdo de voluntades entre los contrayentes, sujeto a normas jurídicas, supuestas las morales y sin inmiscuirse en la calificación de sacramento que le daba la iglesia católica, única permitida por entonces en el país. No hay espacio para extenderse aquí en la significación y trascendencia de este sencillo acto del poder público, pero sí debe decirse al menos que dotó de certeza a las uniones matrimoniales y estableció las posibilidades para diversos tipos de controles indispensables en el mundo moderno, como son los sanitarios, censales, sucesorios, fiscales, etcétera. Animaba a la institución, por otra parte, un espíritu emancipador y se enderezaba a garantizar el derecho a profesar cualquier confesión religiosa o ninguna, alcanzado hasta el siguiente año con la ley de libertad de cultos. De estas miras le venían sus radicales enemigos.

Durante los primeros años de vigencia, la norma fue combatida en todos los terrenos por escritores, profesores de escuelas católicas y sobre todo por la jerarquía eclesiástica. Se usaron armas tan poderosas en ese tiempo como la amenaza de excomunión para aquellos que se casaran ante las nuevas autoridades. Los sacerdotes no se cansaban de proclamar desde los púlpitos que tales “matrimonios” no eran otra cosa que “mancebías”, arrejuntamientos indignos ante Dios. Recuerdo el ilustrativo caso de Antonio Borrejo, un aguerrido cura español, protagonista en su parroquia de Bachíniva, Chihuahua, de una batalla en forma para impedir matrimonios y demás actos del flamante registro civil, defendido a su vez a capa y espada por Basilio de los Ríos, recién nombrado juez del mismo. (Curiosamente, años después el clérigo tendría oportunidad de afrontar en persona a Benito Juárez, predicando a favor del imperio y arremetiendo contra la república en la villa del Paso del Norte, cuando el presidente se encontraba en la frontera). La mayoría de los fieles temblaban ante las admoniciones y muchos de ellos sucumbieron al temor, repudiando las diabólicas y novedosas reglas, pero poco a poco fueron entendiendo y aceptando las bondades o ventajas del nuevo ordenamiento. Con el tiempo, la propia iglesia católica exigiría a los contrayentes el acta civil antes de practicar la ceremonia religiosa.

La ley representó un progreso indiscutible, aunque hizo inevitables concesiones al espíritu conservador de la época. En ella se incluyó la famosa epístola de Melchor Ocampo, que por más de un siglo solemnizó las uniones civiles, no obstante su obsolescencia ya en los tiempos en que se redactó, por cuanto asumía para la mujer casada una situación muy cercana a la tradicional servidumbre.

Entre sus grandes avances estuvo el establecimiento del divorcio, aunque sujeto a numerosos limitaciones, pues lo declaró temporal y sin que dejara a los cónyuges en aptitud de contraer otro matrimonio. También enlistó siete causales por las cuales se podía demandar. Uno podría preguntarse: Pero si la gente a duras penas estaba aceptando casarse “por lo civil”, ¿Cómo es que alguien habría estado dispuesto a divorciarse, rompiendo con el canon sagrado: “lo que Dios unió, no lo desate el hombre?. Pues sí había, entre las mujeres, porque una vez trascurridos los inciertos años de la guerra civil y de la lucha contra el imperio francés, no faltaron aquellas quienes comenzaron a usar este medio de defensa estatuido por la ley para sacudirse matrimonios insoportables. Hasta entonces, una buena porción de las abnegadas esposas estaban condenadas a cargar de por vida con la cruz de un cónyuge beodo, adúltero, golpeador o jugador empedernido, quien se aparecía en la casa sólo para preñar, apalear e injuriar. La nueva ley, les entregó un instrumento que podía librarlas de muchos de los sufrimientos anticipados para ellas en el “valle de lágrimas”, estereotipo de la vida impuesto por la dominante y añeja concepción judeo-cristiana.

La acción de divorcio, si bien se otorgó indistintamente a hombres y mujeres, pareció por lo pronto destinada sólo a las segundas, pues los maridos, quizá por orgullo o temor al ridículo, no se atrevieron en los primeros tiempos a ejercerla, no obstante que con no poca frecuencia sus medias naranjas los coronaban plantándoles una vistosa cornamenta.

Estas conclusiones se ilustran con un breve recuento de los primeros juicios de divorcio promovidos en el Estado de Chihuahua. El más antiguo expediente que he localizado, fue iniciado en el juzgado de primera instancia del cantón Guerrero, el 3 de marzo de 1869 por Hilaria Portillo, quien demandó la separación por malos tratos de su esposo. El 25 de octubre del mismo año, Librada Domínguez vecina de San Juan de los Llanos, acudió ante el tribunal del cantón Abasolo, cuya cabecera era el mineral de Cusihuiriachi, pidiendo el divorcio porque su esposo había contraído el “grande y contagioso mal del Lazarino” y temía sobre todo por la vida de sus dos niñas. En Paso del Norte, demandó el divorcio por malos tratos de su esposo Ildefonsa Herrera, el 10 de febrero de 1870. En la misma villa y por las mismas razones lo hizo María de los Angeles Maldonado en agosto de ese año. El 7 de febrero de 1871 compareció Tomasa García pidiendo el divorcio porque su esposo la golpeaba con frecuencia y la arrastraba tomándola por los cabellos. Un pleito de años, iniciado el 22 de febrero de 1873, ventilaron a su vez Guadalupe Olea y su esposo Rafael Nava en Guerrero. La primera imputaba al segundo que padecía los vicios de la embriaguez y el juego, siendo curioso cómo el demandado, entre las razones terrenas, argumentaba una celestial: estaban unidos por un “…vínculo de tal naturaleza que no le es dado a ningún poder humano disolver”.

Durante los años siguientes ambas instituciones, la del matrimonio civil y la del divorcio se afianzaron. El debate sobre la pertinencia o utilidad del segundo quizá nunca terminará, baste señalar que en algunos países apenas se instituyó durante las últimas décadas, como Italia (1970), España (1980) y Chile (2004). Antes, se obtenía en los tres casos el mismo resultado usando algunos vericuetos legales, entre ellos la anulación del matrimonio, eufemismo con el cual se buscó guardar la eternidad del vínculo religioso y que la iglesia católica tiene todavía entre sus prácticas, como sustituto fingido del divorcio.

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