CAIN, DE JOSE SARAMAGO

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CAIN, DE JOSE SARAMAGO



VICTOR OROZCO



En la península ibérica se han vendido ya varios cientos de miles de ejemplares de la nueva novela de Saramago. En Latinoamérica –excepto Argentina y Brasil, hasta donde estoy informado- sólo hemos conocido trozos de la misma publicados en internet, salvo unos pocos que habrán recibido el libro de viajeros o comprado en aquellos países. El premio Nobel “desasosiega” otra vez a sus lectores, consiguiendo el propósito que tiene al escribir, según confiesa. Y, de nuevo desata la polvareda por otro tema inspirado en las sagradas escrituras similar al Evangelio Según Jesucristo, publicado en 1991. En esta ocasión, el protagonista es Caín, personaje fundamental del mito bíblico de la creación. El asesino de Abel, como se sabe, recibió la maldición divina y fue condenado a vagar por la Tierra de Nod. (De Nadie según algunos, de los Fugitivos, según otros). Saramago convierte a Caín, dotado de la inmortalidad, en una especie de conciencia crítica de Jehová, que asiste a todos los eventos del mundo. Acaba por darse cuenta que Dios es un ser vengativo, caprichoso, capaz de matar a miles sin mostrar piedad o sentimiento alguno de culpa. Todo lo toma de una lectura literal de la Biblia, sin meterse a honduras interpretativas. Dice por ejemplo cómo Jehová mandó aniquilar a Sodoma y Gomorra, sacrificando incluso a los niños, no obstante la promesa ofrecida a Abraham que perdonaría la vida a los pecadores de ambas ciudades si encontraba un puñado de justos entre ellos, diez para ser exactos. De hecho, nunca se ocupó de buscarlos.

Se entiende porque la escritura de Saramago provoca tanto escozor entre sacerdotes, rabinos y pastores, además de un enorme “desasosiego” y hasta la ira de numerosos creyentes. Leer el libro sagrado para judíos y cristianos y tratar de comprenderlo, fue durante muchos siglos, tarea exclusiva y excluyente que sólo unos cuantos podían realizar. La reforma protestante coincidió en el tiempo con el descubrimiento de la imprenta, instrumento que puso el famoso libro al alcance de miles primero, luego de cientos de miles y finalmente de millones. La necesidad y la obligación de leerlo, hasta propició en los países del Norte europeo, ganados por alguna de las versiones del protestantismo un dramático aumento en los índices de alfabetismo. Al parejo, esta difusión trajo consigo la más variada gama de interpretaciones, que podría resumir en dos: la de aquellos que veían en el texto una guía para la vida resumida en un amasijo de enseñanzas de diversa índole y la de quienes advertían en el mismo una acumulación de leyendas, mitos, historias, en las que se comprendía casi toda la variedad de dilemas, situaciones y enredos que atraviesan la existencia humana. Casi es obvio decirlo, los primeros asumían que el libro tenía un origen divino y los segundos, escrito por la mano del hombre o mejor dicho de muchos hombres en distintos tiempos. Saramago, se adscribe por supuesto en la segunda de las opciones, pero va más allá: muestra las incongruencias y aberraciones a las que se puede llegar si nos asistimos u orientamos nuestro comportamiento moral por este Jehová que exige adhesión absoluta y mata a las primeras de cambio, por quítame estas pajas. De allí su irónica afirmación: “La Biblia es un manual de malas costumbres”

Soy de los proclives a los temas y al estilo saramagianos. Conocí fragmentos de la Biblia en mi infancia y conservo todavía un ejemplar que en aquella época me obsequió mi Tía Chepa, una compasiva viejecita quien tenía fama de haber leído el texto sagrado varias veces a lo largo de su vida. Durante mi madurez, he regresado en muchas ocasiones con curiosidad y atención a sus páginas, aún cuando abandoné las creencias religiosas desde la adolescencia. Me atraen de igual manera la fortaleza moral, la inteligencia y la voluntad de este hombre, que ya en los bordes de la ancianidad despegó su carrera de escritor y llegó hasta las cumbres.

Una de sus obsesiones es la lucha en contra de la alienación humana: “Dios, el demonio, el bien, el mal, todo eso está en nuestra cabeza, no en el Cielo o en el infierno, que también inventamos. No nos damos cuenta de que, habiendo inventado a Dios, inmediatamente nos esclavizamos a él”. Tal es la angustia de Caín, quien en su papel de testigo obligado de todas las hazañas divinas confirma una y otra vez cómo el hombre, de ser el creador de la divinidad – a su imagen y semejanza- ha devenido en un sumiso prisionero de sus propios fetiches. Probablemente la mayor expresión de la deshumanización del hombre y de su entrega incondicional a la deidad, es la disposición asumida por Abraham para sacrificar a su hijo Isaac en el rito del holocausto, durante el cual los antiguos judíos ofrendaban a Jehová la sangre de los corderos. A punto de degollar al pobre niño quien unos minutos antes de ser amarrado por su padre, preguntaba ingenuamente en donde estaba la oveja para el sacrificio, el brazo de Abraham es detenido por Jehová con estas palabras: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; que ya conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único..”. Hay, desde luego, grados y grados de enajenación, se conocen los casos extremos de los miembros de alguna de las sectas que pululan en medio de las miserias de la vida, dispuestos a ser conducidos hasta la autoinmolación junto con sus familias y hay también la actitud de creyentes quienes no admiten todas las exigencias de este Dios-tirano, capaz de llevarlos hasta la aberración y el crimen como en el caso del Abraham bíblico.

Este temor a la divinidad, lo enseña la historia, se ha traducido en un poder absoluto ejercido, obviamente, por unos hombres o un hombre, que dicen representar a los designios de Dios y que administran la fe religiosa en representación de éste. “Siervo de Dios y amo de los indios”, así sintetizaba el asunto un cura evangelizador en el Amazonas, figura de una novela ojeada en alguna librería y cuyos datos lamentablemente no conservo.

En su novela previa, El evangelio según Jesucristo, Saramago humaniza a la familia sagrada. José por ejemplo, (quien es un joven obrero de la construcción, no un carpintero sofisticado, sino uno de los que ponen andamios y cimbras), salva a su hijo de la ira supersticiosa de Herodes no por mandato divino, sino porque, habiéndose enterado por casualidad de la matanza de infantes que se urde, obra cómo cualquier padre asustado: abandona el trabajo y corre impetuoso para proteger al niño. Sin avisar ni alertar a nadie. Sólo le importa en ese momento de peligro la vida de su bebé. Diría que este “desasosiego” que busca provocar Saramago en sus lectores, consiste sobre todo en decirles: no se engañen, no hay nadie que responda por sus actos, ni quien se los ordene, ustedes ponen las reglas, pueden elevarse o descender en la escala moral, ser hipócritas o genuinos, bondadosos o malignos. Son humanos, fines en sí mismos, no para Dios ni para el Estado o para la Iglesia y es lo máximo que puede decirse de sus personas. Igual que de José, quien actuó como padre, no como enviado de nadie.

Tal vez la innoble reacción que despertó otra vez un texto de Saramago se debe a su explícito cuestionamiento del Dios judeo-cristiano y no de la concepción abstracta de la divinidad. Si algún escritor discute sobre Mahoma, en occidente se le ve con buenos ojos y se reprueban, con justicia, los bárbaros actos de represión como la fatwa o edicto religioso lanzado contra el escritor indo-inglés Salman Rushide en la cual se le condenó a muerte junto con sus editores y traductores. Las cosas no llegan a ese extremo de brutalidad en esta parte del mundo, pero de cualquier modo se montan actos de linchamiento mediático en contra del escritor nacido a orillas del Tajo. Hace años, el gobierno de Portugal le prohibió asistir a una ceremonia de premiación, (por lo cual decidió emigrar a la isla española de Lazarote), ahora recibe un alud de ataques que van desde el eurodiputado quien exige se le prive de la nacionalidad portuguesa, hasta los profesores y columnistas que en un acto de villanía lo acusan de enriquecerse con sus desafíos a la religión y a las iglesias. Sus detractores, deberían mejor aceptar el reto a sus creencias y asumir que Yavé-Jehová-Dios ni sufre ni se acongoja porque algún atrevido lo acuse de ser “una mala persona” y “no ser de fiar”: se le ha implantado firmemente en las conciencias de millones.

Dueño de la vida y de la muerte, en la primera todo mundo debería cuidarse de no entregarle a este Dios demasiado de sí mismo y quedarse vacío. Y en la segunda, probablemente la mejor filosofía es la que profesaba la hermana Jones, protagonista de una anécdota chusca muy popular en Estados Unidos. Esta mujer era la más fiel y piadosa de los creyentes en su comunidad y un día en el curso del sermón, el pastor interrogó: ¿Quiénes quieren entonces ir a la diestra del Señor?. De inmediato, todos los presentes se pusieron de pié, menos la hermana Jones. Intrigado, el pastor le preguntó: ¿Cómo, hermana Jones, usted no quiere sentarse a la diestra del Señor cuando muera?. ¡Ah! ¡Cuando muera sí, pero yo creí que ahora!.

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